MIQUEL GUAL TORTELLA
Si tuviéramos que adjetivar el momento cultural que vivimos hoy, me refiero sobre todo al mundo occidental, el adjetivo de mayor espectro sería "democrático". Hoy vivimos la cultura de la democracia, con sus pros y sus contras, como bien se han encargado de señalar autores como Bell. Pero, a pesar de todo, resulta incuestionable que el tema de la igualdad, simbolizado en el siglo XIX bajo la forma de sufragio universal y en el XX por la paridad de posibilidades, sea el tema dominante de la cultura actual. Un estilo de vida determinado, unos derechos, normas y valores, el acceso a unos puestos en la sociedad o a la cultura, etc., etc., considerados en otros momentos como propios de unas minorías, ahora, dejando de ser privilegios de unos pocos, son tenidos como derechos de todos y de todas. El poder de elegir, visto antaño como el privilegio social de unos pocos, hoy se percibe como un derecho, y en algunos casos como un deber, de todos. En efecto, elegimos a nuestros políticos, elegimos el trabajo, elegimos el lugar donde vivir y tantas otras cosas que antes venían impuestas y ahora son el fruto de una u otra elección.
Nos guste o no, éste es el ethos (costumbre) dominante que configura una sociedad y unas relaciones que emergen de la igualdad, en detrimento de otras formas autoritarias que a lo largo de muchos siglos se convirtieron en fuente y principio de convivencia.
Pero, ¿es compatible el cristianismo con esta nueva cultura? Pienso que, teóricamente, la mayoría de respuestas serían totalmente afirmativas; no obstante, sin salirnos de nuestra geografía, es fácil descubrir pronunciamientos y actitudes, sobre todo de una parte de la jerarquía, que hacen dudar de su viabilidad; probablemente porque cuesta aceptar que el cambio cultural obliga a resituar el rol que la Iglesia ha ejercido durante tantos siglos, pasando de ser una Iglesia poderosa a ser una Iglesia humilde y pobre. De todas formas, es fácil constatar que el hecho del que estamos hablando, sigue presente en los escritos de pensadores como Rawls o Habermas, figuras maestras de la actualidad.
Ahora bien, si desde el marco cultural anteriormente descrito, resultaría difícil poder justificar la privatización, desde el Estado, de una u otra creencia, tampoco se justificaría, hoy, una voluntad impositiva por parte de una o unas iglesias, pretendiendo erigirse en referentes exclusivos de valores cívicos y morales. Las confesiones, pues, tendrán que aprender a resituarse en el nuevo marco cultural y político sin que por ello nadie pueda rasgarse las vestiduras ni vea indicios de persecución por doquier.
El Vaticano II habló de manera clara y explícita sobre la autonomía de las realidades temporales; sin embargo, parece que éste sigue siendo un reto para nuestra Iglesia. Las confesiones religiosas, más pronto o más tarde, tendrán que preguntarse por las condiciones para sus intervenciones en la esfera pública, conscientes de que su actuación se lleva a cabo, en la mayoría de casos, en Estados definidos en sus respectivas Constituciones como laicos o aconfesionales. En este sentido, hay autores actuales que hablan de "libertad religiosa positiva", entendiendo así el despliegue de la religión en la vida pública, y de "libertad religiosa negativa", conscientes de que los creyentes conviven con otros ciudadanos no creyentes que tienen el derecho a no ser invadidos. Ésta sería una de las condiciones primeras a respetar en el marco de un Estado laico o aconfesional. Junto con ella cabe hablar del necesario reconocimiento, por parte de las confesiones, de aquellas instituciones que vertebran la cultura democrática; de tal forma, que cuando esta regla de juego no es acatada, entonces se vulneran tanto el principio de separación entre Iglesia y Estado, como el de la autonomía de las realidades temporales.
No cabe la menor duda que hoy, en Europa, la Iglesia necesita cristianos políticamente comprometidos; de la misma manera que la política no puede prescindir de hombres y mujeres que, desde sus convicciones religiosas más auténticas, estimulen las utopías para que los programas políticos y sociales de los partidos no queden reducidos a puras soluciones inmediatistas. En esta línea, es el mismo Habermas quien afirma que el discurso religioso mantiene un potencial de significado del que no se debería prescindir, citando como ejemplos el sentimiento de solidaridad comunitaria, tal como la vivieron las primitivas comunidades cristianas, o la ética del amor. Ahora bien, el trasvase entre cristianismo y democracia sólo será posible desde el mutuo respeto y el diálogo sincero y permanente, que evite cualquier afán de imposición.
Nos guste o no, éste es el ethos (costumbre) dominante que configura una sociedad y unas relaciones que emergen de la igualdad, en detrimento de otras formas autoritarias que a lo largo de muchos siglos se convirtieron en fuente y principio de convivencia.
Pero, ¿es compatible el cristianismo con esta nueva cultura? Pienso que, teóricamente, la mayoría de respuestas serían totalmente afirmativas; no obstante, sin salirnos de nuestra geografía, es fácil descubrir pronunciamientos y actitudes, sobre todo de una parte de la jerarquía, que hacen dudar de su viabilidad; probablemente porque cuesta aceptar que el cambio cultural obliga a resituar el rol que la Iglesia ha ejercido durante tantos siglos, pasando de ser una Iglesia poderosa a ser una Iglesia humilde y pobre. De todas formas, es fácil constatar que el hecho del que estamos hablando, sigue presente en los escritos de pensadores como Rawls o Habermas, figuras maestras de la actualidad.
Ahora bien, si desde el marco cultural anteriormente descrito, resultaría difícil poder justificar la privatización, desde el Estado, de una u otra creencia, tampoco se justificaría, hoy, una voluntad impositiva por parte de una o unas iglesias, pretendiendo erigirse en referentes exclusivos de valores cívicos y morales. Las confesiones, pues, tendrán que aprender a resituarse en el nuevo marco cultural y político sin que por ello nadie pueda rasgarse las vestiduras ni vea indicios de persecución por doquier.
El Vaticano II habló de manera clara y explícita sobre la autonomía de las realidades temporales; sin embargo, parece que éste sigue siendo un reto para nuestra Iglesia. Las confesiones religiosas, más pronto o más tarde, tendrán que preguntarse por las condiciones para sus intervenciones en la esfera pública, conscientes de que su actuación se lleva a cabo, en la mayoría de casos, en Estados definidos en sus respectivas Constituciones como laicos o aconfesionales. En este sentido, hay autores actuales que hablan de "libertad religiosa positiva", entendiendo así el despliegue de la religión en la vida pública, y de "libertad religiosa negativa", conscientes de que los creyentes conviven con otros ciudadanos no creyentes que tienen el derecho a no ser invadidos. Ésta sería una de las condiciones primeras a respetar en el marco de un Estado laico o aconfesional. Junto con ella cabe hablar del necesario reconocimiento, por parte de las confesiones, de aquellas instituciones que vertebran la cultura democrática; de tal forma, que cuando esta regla de juego no es acatada, entonces se vulneran tanto el principio de separación entre Iglesia y Estado, como el de la autonomía de las realidades temporales.
No cabe la menor duda que hoy, en Europa, la Iglesia necesita cristianos políticamente comprometidos; de la misma manera que la política no puede prescindir de hombres y mujeres que, desde sus convicciones religiosas más auténticas, estimulen las utopías para que los programas políticos y sociales de los partidos no queden reducidos a puras soluciones inmediatistas. En esta línea, es el mismo Habermas quien afirma que el discurso religioso mantiene un potencial de significado del que no se debería prescindir, citando como ejemplos el sentimiento de solidaridad comunitaria, tal como la vivieron las primitivas comunidades cristianas, o la ética del amor. Ahora bien, el trasvase entre cristianismo y democracia sólo será posible desde el mutuo respeto y el diálogo sincero y permanente, que evite cualquier afán de imposición.
(*) Profesor del CESAG
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