miércoles, 9 de enero de 2008

El Ateísmo evangélico...

El ateísmo evangélico | LANACION.com

Por John Gray


Una nueva raza de misioneros intenta convertir al mundo. Según los evangelistas del descreimiento, la religión es una reliquia del pasado que obstruye el camino hacia el progreso humano. Una vez que el mundo se haya liberado de ella, podrá superar males inmemoriales, como la guerra y la tiranía. La especie humana podrá modelar para sí una nueva vida, mejor que cuantas ha conocido en la historia. Ya no se inclinará ante una deidad imaginaria y, por fin, asumirá su propio destino.

Tal es el credo de Richard Dawkins y otros misioneros hostiles a la religión.

El ateísmo evangélico es una fe simple. Sus adherentes creen que la religión desaparecerá del planeta, no bien cada uno de nosotros la haya rechazado. Pero la religión es mucho más que el hecho de creer y la mayoría de los ateos militantes expresan modos de pensar heredados del cristianismo.

En su libro El gen egoísta, Dawkins defiende fervientemente el concepto darwiniano de que la especie humana es un producto de la selección natural: los humanos son "máquinas de genes", programadas por la evolución para reproducirse. Sin embargo, en el mismo libro, declara: "En la Tierra, sólo nosotros podemos rebelarnos contra la tiranía de las copiadoras egoístas".

¿De dónde saca Dawkins esta fe en la libertad humana? No de la ciencia. Proviene del cristianismo: éste siempre ha sostenido que el hombre se distingue del resto de los animales por poseer libre albedrío.

Tal afirmación del libre albedrío es una confesión de fe y, en muchos sentidos, el ateísmo evangélico se comprende mejor como una herejía cristiana. Tomemos por caso la idea del progreso, que tanto sobresale en los ataques ateos contra el cristianismo. La Europa precristiana tenía una visión cíclica de la historia. La guerra y la paz, la libertad y la esclavitud se sucedían en un proceso cíclico que no difería radicalmente de aquellos observables en la naturaleza. Se ignoraba la idea del progreso social, de una humanidad que, a lo largo de la historia, avanzaba hacia niveles de vida superiores.

Esta idea del progreso es un mito posterior al advenimiento del cristianismo. En la ciencia, el conocimiento hoy adquirido no podrá perderse fácilmente mañana. En cambio, es muy común que los avances éticos de una generación se pierdan en la siguiente. Prohibir la tortura es algo propio de un país civilizado. Empero, el gobierno de Bush ha evadido tal prohibición al negarse a prescribir el "submarino", una forma de tortura utilizada, entre otros, por la Inquisición y por el régimen de Pol Pot.

Otro ejemplo: la abolición de la esclavitud en el siglo XIX fue un importante avance ético. Pero la esclavitud volvió en el siglo XX, y en gran escala, en la Alemania nazi, la Rusia estalinista y la China de Mao. En estos primeros años del siglo XXI, ha reaparecido como tráfico humano.

Estos y otros males conocidos nunca se pueden vencer en forma definitiva. Vuelven constantemente bajo distintos rótulos y es preciso combatirlos en cada generación.

La idea del progreso, como otros mitos, atiende a fuertes necesidades emocionales. Los mitos no son teorías científicas primitivas que podamos verificar o falsear. Son narraciones que confieren un significado a la vida humana. El mito del progreso permite, a quienes se sometan a él, sentirse parte de una marcha multitudinaria y constante desde las tinieblas hacia la luz.

La imaginería de tinieblas y luz, tan utilizada por los creyentes laicos, delata los orígenes religiosos de su fe. Así como los cristianos se sienten actores en un drama cósmico de pecado y salvación, así los humanistas laicos se consideran partícipes en una lucha épica por el progreso humano.

Mi escepticismo hace que las numerosas coincidencias entre la fe religiosa y el humanismo laico me sorprendan más que sus discrepancias. La una y el otro son tramas míticas; más que un interés por la verdad, cubren una necesidad de significado. Su principal diferencia radica en la calidad de los mitos.

Si bien los mitos no son verdaderos ni falsos del modo en que lo son las teorías científicas, pueden ser más o menos verídicos al reflejar la situación del hombre. En este sentido, la historia del Génesis es un mito verídico. Nos dice que el conocimiento no otorga necesariamente vida o libertad al hombre; quizá le traiga tan sólo esclavitud y muerte. No hay expectativas de un retorno a la inocencia: una vez que el hombre ha comido la manzana del Arbol del Conocimiento, no puede volver atrás. La humanidad debe hacer frente a las consecuencias de sus conocimientos crecientes con toda la sabiduría que pueda reunir.

En el pensamiento laico moderno, en vano buscaremos algo tan profundo y hermoso como esta antigua narración bíblica.

Si los mitos de la religión expresan realidades humanas permanentes, los del humanismo laico sólo sirven para ocultarlas.

La vehemencia y el dogmatismo de los ateos militantes tal vez se deban a una percepción confusa de la irrealidad de sus creencias. En vano buscaremos entre los ateos militantes alguna señal de esa duda creativa que ha estimulado a tantos pensadores religiosos.

Mientras los teólogos llevan milenios escudriñando sus creencias, los humanistas laicos todavía tienen que cuestionar su credo sencillo. El ateísmo evangélico es la imagen invertida de la fe que tan venenosamente ataca, pero sin las dudas que la redimen.


© The Wylie Agency y LA NACION

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