Sr. Director:
¿Y a quién vinculan los principios secularizados? ¿Quién secunda los principios ateos o agnósticos sino la España atea y agnóstica cuyo paradigma parece encarnar el presidente del Gobierno?
Deberíamos seguir las lecciones del maestro Ortega cuando afirmaba que en una sociedad nacional, su constitución viva consistirá en la acción dinámica de una minoría sobre una masa. Pero de una minoría selecta, porque cuando la masa se niega a ser masa, "la nación se deshace, la sociedad se desmiembra y sobreviene el caos social, la invertebración histórica", esto es, la fauna acampando por las calles y gritando derechos que nadie puede ya asegurarles.
La resistencia de la Iglesia a las normas jurídicas amorales del Gobierno, en su pretensión ignorante de sepultar de la esfera pública la dimensión religiosa de la existencia humana, está afectando tan negativamente al Ejecutivo, que ya se plantean para después de las elecciones (si las ganan) llegar incluso a la ruptura del Concordato con el Vaticano. Una ruptura que significaría la imposibilidad de cualquier cooperación y consenso entre la Iglesia y el Estado.
Nueve de cada diez personas profesan en el mundo una religión. Ninguna política laicista tiene sentido en la sociedad global. La crisis abierta por el Ejecutivo con su legislación y ordenamiento jurídico es una crisis de política laicista que, lejos de facilitar cualquier posible modernización religiosa o esfuerzo adaptativo por parte de la Iglesia, los dificulta, al negar cualquier potencialidad religiosa en el esfuerzo de los creyentes por la configuración de la sociedad y del hombre.
La excesiva autonomía del orden político y jurídico frente al orden moral (aquí reside el verdadero y único desafío de la Iglesia católica) sólo puede llevar a un ordenamiento jurídico esencialmente injusto para la dignidad de la persona. La separación o desvinculación del orden político respecto del orden moral no lleva a un Estado laico, sino a un laicismo amoral irresponsable, a poner toda ley bajo la dirección de las mayorías, de la opinión pública o de la más arbitraria subjetividad.
La pregunta que un católico se hace es bien sencilla: si no se pueden invocar razones religiosas para justificar las leyes en una democracia, ¿por qué se pueden contemplar y ejecutar argumentos secularistas, que deberían caer, por esa misma lógica, fuera del dominio de la política? La Iglesia no sólo debe mantener el debate en la sociedad, sino exhortar en el mismo debate público al Ejecutivo, para que sus leyes respeten los valores religiosos o morales, las tradiciones y comunidades arraigadas en la sociedad. No sólo será legítimo objetar o llamar a la desobediencia civil, sino radicalmente necesario para la dignidad humana fundada más allá de sí misma.
La Iglesia y la religión deben participar en el debate público, ya sea fundando sus argumentaciones en razones morales, ya sea haciéndolo en convicciones o en razones religiosas. La Iglesia católica siempre estará en un lugar destacado en la construcción de la sociedad civil, aportando su lenguaje, su tradición y cultura, argumentando desde su identidad para configurar la arquitectura social.
¿Por qué los creyentes, señor presidente del Gobierno, no pueden manifestarse como tales de una manera política? Las tradiciones religiosas poseen una fuerza especial para articular el terreno de la moral y la convivencia humana. No vivimos juntos en un Estado para cruzarnos de brazos, sino para hacer algo juntos. Si usted no quiere hacer con los católicos nada juntos, podremos en pie a nuestro ejército, que es una comunidad humana dotada de una fuerza mayor, con la sola pretensión de buscar siempre el bien y la dignidad del hombre.
Roberto Esteban Duque
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